En la Europa destrozada por la Segunda Guerra Mundial, Roberto Rossellini dirigió Europa 51: un drama en el cual contaba la historia de una mujer de la alta sociedad que, tras el suicidio de su hijo, sufre una crisis existencial como pocas veces se ha visto en el mundo del séptimo arte. Casada con un importante empresario e inmersa en una vida llena de banalidades y sinsentidos, la muerte de su hijo la sume en un baño de realidad que la hará tener en cuenta el sufrimiento de aquellos que no comulgan con su estatus social y padecen miles de carencias, transformándose aquello en un verdadero motor para que su adolorida existencia encuentre un motivo para seguir adelante.
Algunos años después, el prolífico director rumano Radu Jude (autor de La chica más feliz del mundo, No esperes demasiado del fin del mundo y Drácula, aún no estrenada mundialmente) retoma aquella historia del neorrealismo italiano y la traslada a la época actual en una localidad de Transilvania. Allí ubica a Orsolya, una joven alguacil que tras el suicidio de un anciano al que ella había intentado proteger del deshaucio, ve alterada su vida, sus valores y a partir de allí – al igual que el personaje de Ingrid Bergman- inicia un camino para reconstruir su identidad y resignificar su lugar en el mundo.
Resulta por demás interesante el trabajo de intertextualidad propuesto por Jude, ya que la situación de Rumania luego de la caída del Comunismo en 1989 (con aquella experiencia radical del asesinato en vivo del matrimonio Ceaucescu) presentó una serie de altibajos y produjo que hoy, a casi más de tres décadas de vivenciado aquel proceso, el país se encuentre sumido no sólo en un estancamiento económico, sino, además en una crisis política y social que los ha hecho volver la mirada hacia los años del comunismo y en replantearse si aquella dictadura que se perpetuó por casi tres décadas no fue tan mala como habían pensado.
Los personajes de Jude aparecen en pantalla como seres que no han podido encontrar en la nueva etapa capitalista la posibilidad de vivir una vida digna y que se parezca, aunque sea en algo, a la que soñaron cuando el Muro de Berlín cayó. Es es así como, años más tarde, la aparente felicidad que trajeron los préstamos de la Comunidad Europea, la posibilidad de comprar cualquiera de las marcas que antes veían de manera clandestina o el acceso a una vida occidentalizada y repleta de libertades, sólo les terminó mostrando la peor cara del capitalismo donde las desigualdades y la crueldad son moneda corriente en cualquiera sea el país que lo adoptó como sistema e ideología.

La culpa que siente Orsolya ante el suicidio del anciano la ubica en la representante de buena parte del pueblo que padece la cruel realidad que, desde hace tres décadas, delimita y determina la vida de la clase media rumana. Si bien ella tiene todas sus necesidades cubiertas (posee un buen puesto, vive en un piso en un edificio de lujo, envía a sus hijos al colegio y se puede dar el lujo de viajar al exterior) algo en ese acontecimiento la trauma, la arroja a una crisis existencial y la hace caer en la cuenta de que nadie puede ser feliz en un mundo de infelices.
A partir de ese momento, Orsolya da inicio a un proceso psicológico en el cual la rebeldía, la duda y la culpa la harán experimentar muchas conductas que, o bien la pondrán en peligro o bien le harán transitar encuentros con algunos referentes de la sociedad occidental con los cuales tendrá profundos diálogos y quedará al descubierto la búsqueda de muchas de las respuestas que no logra encontrar en su mundo, aparentemente feliz y desprovisto de preocupaciones.
Si bien el film cuenta con un número reducido de personajes la presencia del espacio urbano (silenciado y desprovisto de personas que lo habiten) opera no sólo como un actor de importancia sino, también, que sirve para enmarca la sensación de sosiego y pérdida de alegría que atraviesa Orsolya. Ello permite al espectador poder seguir la trayectoria de la mujer a lo largo de algunos días y otras noches en las cuales la sensación de estar viviendo en una “era del vacío” se materializa en varios de los planos y configura con ello una verdadera filosofía del personaje, el cual se ve notablemente afectado por la variable de tiempo y espacio en la cual le tocó atravesar su insignificante existencia.
KONTINENTAL 25 es una pieza de gran valor dentro del nuevo cine rumano ya que no sólo se entromete con los efectos que producen en la sociedad actual la compleja modernidad que plantea este nuevo siglo veintiuno, sino que, además, visibiliza de qué manera intentan sobrevivir aquellos que ven en este nuevo sistema mundo una enorme lista de desigualdades e injusticias y que no pueden dejar de plantearse qué rol jugarán frente a ellas, dejando en claro la necesidad de ser conscientes de los efectos y las consecuencias que trae pertenecer a aquella porción del planeta en la cual la meritocracia, la acumulación de riqueza y el “sálvese quien pueda” determinan la calidad de vida de los ciudadanos que la componen.
KONTINENTAL 25 (2025) Dirección y Guión: Radu Jude, Elenco: Eszter Tompa, Gabriel Spahiu, Serban Pavlu, Adrian Sitaru y Ilinca Manolache, Música: Matheu Teodorescu, Fotografía: Marius Panduru, Duración: 109’ - Color