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07 Jun
07Jun

Terminan los créditos iniciales y, en la pantalla, una imagen en blanco y negro evoca una clásica escena de cabaret de los años 30. En el centro del fotograma, un par de trillizas hacen trinar sus voces sobre el micrófono antiguo (típico de las emisiones radiales de la época) y entra en escena una monumental Josephine Baker moviendo sus caderas tapadas únicamente por una minifalda de plátanos.

El auditorio –plagado de señores con bastones y sombreritos blancos- se enfervoriza y algunos se arrojan sobre el irresistible cuerpo de la diosa de ébano. Acto seguido, para compensar el tiempo restante del fotograma, un bailarín entra en escena tapeando con unos zapatos que aparentan ser iguales a los que usaba Fred Astaire. El público arde y, de fondo, las hipnóticas voces de las trillizas alimentan la algarabía de los espectadores como si se tratara de las sirenas que imaginó Homero en algunas de sus obras.

Pero la fiesta acaba cuando se produce un corte en la transmisión y, el director del film, pasa del blanco y negro al color, guiñándonos un ojo y dejando esbozar un “ahora empieza la historia”. Así es como en cuestión de segundos, el mundo del technicolor retoma su realismo y nos ubica como espectadores dentro de una escena en la que una anciana y un niño están sentados frente a una mesa aguardando que retorne la transmisión, mientras que de fondo, un rápido tren pasa invisible desde la ventana, moviendo los muebles de lugar y haciendo girar los cuadros que cuelgan de la pared.

El niño en cuestión es Champion y la anciana, Madame Souza, su abuela. Ambos viven en esa pequeña casa en las afueras de París y allí pasan sus días en una apacible tranquilidad, la cual en el fondo esconde un gran dejo de tristeza y melancolía por un tiempo pasado que no volverá. En su habitación, el pequeño atesora en una de las paredes sino también el único recuerdo vivo que ha quedado de ellos.

Champion denota en todo momento una gran tristeza y su abuela intenta por todos los medios poder remediar la angustia de su nieto. Le enseña a tocar el piano, comparte con el la lectura de las noticias y hasta le compra un perro para que no se sienta solo. Pero nada da resultado. Todo sigue igual que siempre, hasta que en un determinado momento, la anciana encuentra un diario íntimo del niño debajo de la cama y allí descubre que su sueño es tener una bicicleta, tal cual como la que tenían sus padres en aquella foto de antaño tomada en la base de la Torre Eiffel.

Asi es como la anciana le compra una bicicleta y junto a ella, el jovencito comienza a entrenarse para alcanzar el sueño de participar del Tour de France, la mayor competición ciclista del país. Día tras día ambos salen a pedalear por la ciudad con el único objetivo de asegurarse el mejor estado físico de Champion, a fin de obtener un buen puesto en la competencia.

Finalmente el jovencito logra su cometido y se asegura un lugar en la carrera, pero no tendrá en cuenta que el destino le jugara una mala pasada ya que cuando comienza a desplegar sus condiciones de ciclista adormecido, es secuestrado por unos mafiosos que de dedican a traficar competidores de nivel, para hacerlos correr en competencias ilegales en una ciudad llamada Belleville, sitio donde, unos cuantos años antes, las famosas trillizas cantantes lo llevaron a su máximo apogeo.

Es por eso que ante la burla que les presenta el destino, la abnegada anciana junto al perro del jovencito deciden seguir el rastro del barco en el cual transportan a Champion, y luego de vencer algunas tempestades en altamar, logran desembarcar en Belleville, una ciudad que a primera vista, parece salida de una pintura de Fernando Botero, ya que desde la estatua de la libertad hasta los transeúntes y los niños que la habitan son obesos.

Ante ese panorama no es muy difícil adivinar que la pobre anciana deberá hacer malabares para sobrevivir en una ciudad en la que, no solo no tiene dinero, sino que además, la gente parece haber perdido la capacidad de detenerse frente a las necesidades del prójimo. Pero lo cierto es que el destino, así como se lo puso difícil, tambien le dará una esperanza , ya que una noche en la que se encuentra sola y hambrienta en un basural del puerto, es encontrada por tres ancianas que – pese a no sabes quien es – la recogen y amablemente la llevan con ellas.

Al llegar a la casa, Madame Souza descubre que las decadentes ancianas no son otras que las trillizas de Belleville y amparándose en la bondad de ellas, les pide el apoyo suficiente para obtener la liberación de Champion, quien para entonces, ya ha sido puesto a correr sin descanso en las carreras clandestinas promovidas por la mafia. Lo que más impresiona de este genial film es que, lejos de ser una pieza de colección más de un director experimentado, es la primer experiencia de su realizador.

En ella, Sylvain Chaumet se vale de las técnicas de animación para contar una deliciosa historia, emotiva, cargada de momentos sublimes y que, hacia el final, deja un claro mensaje que no es otro que el de explicitar que nada ni nadie puede interponerse cuando hay un verdadero deseo de alcanzar un sueño.

Uno de los elementos que mas asombra en la obra es la composición musical, ya que ante la ausencia de diálogos (sólo se esbozan algunas palabras en francés, por lo cual no hizo falta subtitularla a otros idiomas) los sonidos y las melodías llenan el vacío que deja la falta de palabras. La banda de sonido estuvo a cargo de Benoit Charest y el tema central fue interpretado por el excéntrico cantante pop Mathieu Chedid. Este film integró la Selección Oficial del Festival de Cannes 2003 y desde entonces, cosechó importantes premios entre los festivales más reconocidos del mundo.

LAS TRILLIZAS DE BELLEVILLE (2003, Francia-Inglaterra-Belgica y Canadá) Dirección: Sylvain Chomet, (Duración: 90 minutos, Color) 

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