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05 Oct
05Oct

Luego de los títulos de presentación, la cámara hace un fundido a negro, y aparece un túnel ocupando el centro de la pantalla. De él emergen un hombre adulto y un niño, cargando sobre sus espaldas un pesado equipaje. Allí han pasado la noche. Al salir del agujero se desperezan, se acomodan y comienzan la marcha.

A los pocos pasos, el niño le pregunta al hombre si van a ir a pie hasta Crimea y éste le responde: “Tomaremos un taxi. Si no te gustan los taxis, tomaremos el tren. Si no te gusta el tren volaremos”. Acto seguido, el siguiente fotograma los muestra a ambos mirando el paisaje desde el vagón de carga de un viejo tren, que atraviesa la estepa rusa en medio del ruido ensordecedor de la locomotora.

De esta forma comienza Caminos a Koktebel, el poético film de los rusos Boris Khlebnikov y Alexei Popogrebsky, que cuenta la historia de un ingeniero especializado en aerodinámica, quien luego de la muerte de su esposa, decide dejar su antigua vida en Moscú y emprender junto a su hijo de once años, un viaje hacia Koktebel, un pueblo cercano al Mar Negro en la península de Crimea, en el que habita su hermana.

Pero el camino hacia el destino final no les será nada fácil. A lo largo del trayecto, padre e hijo deberán sortear diferentes necesidades y penurias, ya que consigo sólo llevan una mochila y unas pocas rupias en el bolsillo, las cuales se les acaban apenas comenzada la travesía. Es por eso que cada día, deberán encontrar no sólo la manera de asegurarse un plato de comida sino también de un techo para pasar la noche, razón que los llevará en algunos momentos, a realizar trabajos ocasionales en los distintos pueblos por los que pasan.

Un día, mientras intentan escapar por unas horas de un feroz temporal, conocen a un anciano, quien a cambio de techo y comida les pide que arreglen el exterior de su casa. Instalados allí, en poco tiempo traban una relación de amistad con este viejo, llegando a vivir los tres como una verdadera familia. Pero a consecuencia de una fuerte discusión entre ellos, el anciano balea al ingeniero y los echa a ambos, quedándose con sus documentos y amenazando denunciarlos a la policía.

Así es como sin pasaportes ni dinero, el niño, temiendo una detención, arrastra a su padre hasta un bosque perdido, y desde allí llegará hasta la casa de una médica de la zona, quien logra salvar la vida del ingeniero y los aloja durante un tiempo en una habitación en desuso. Una vez pasado el peligro, su padre comenzará una relación amorosa con la mujer que lo salvó de morir y ese será el desencadenante para que su hijo, dominado por los celos, abandone la casa y decida continuar con el viaje hacia Koktebel.

El film se vale del viaje para mostrar por un lado la relación conflictiva entre padre e hijo, y por el otro, las necesidades manifiestas y latentes que subyacen en cada uno de ellos. Así es como para el padre, huir de Moscú, implica la posibilidad de dejar atrás todo lo vivido en pos de la reconstrucción de su resquebrajada vida, mientras que para el niño, representa la búsqueda de libertad y emancipación, quizás como consecuencia de una toma de conciencia precoz, producida por la pérdida temprana de su madre.

Las actuaciones son memorables todas, aunque la del niño (Gleb Pluskepalis) es la que más conmueve y enternece al espectador. Ante la ausencia de diálogos (una constante a lo largo de la historia) este joven actor logra demostrar con miradas, gestos y con algunas otras expresiones, el mosaico de sensaciones que pasan por la cabeza de un niño que acaba de perder a su madre y que se encuentra a la deriva, igual que los planeadores y albatros que tanto le llaman la atención.

En cuanto a lo técnico, más allá de la variedad de ángulos, planos, travellings y un interesante uso de la cámara subjetiva, uno de los grandes aciertos del film es la fotografía (a cargo de Shandor Berkeshi). Con un tratamiento del color y la luz sólo comparable al de algunos maestros de la pintura, logra darle a cada escena, la poética y el lirismo que el guión requiere. Otro punto digno de mencionar también, es la acertada elección de escenarios naturales (pertenecientes a tres regiones rurales de Rusia y dos de Ucrania) los cuales captados a través de las vistas panorámicas y planos picados, logran dar el marco perfecto para reflejar la terrible soledad a la que están sometidos los personajes.

La música, compuesta íntegramente por Chick Corea, comparte cartel de importancia con dos canciones que lejos de parecerse siquiera a sus composiciones, ayudan a contextualizar la historia, dentro de un marco histórico y sentimental. Una de ellas es la canción italiana de la década del setenta que suena en la radio del camionero que lleva al niño hasta Crimea (símbolo de la apertura cultural que sufriera Rusia en los últimos años luego de la Perestroika) y la otra es la que canta un hombre acompañado por su guitarra, en el bar de Koktebel, (donde el niño toma un desayuno luego de varios días sin comer) que en sus estrofas reza “Mis caminos, mis queridos caminos, mis piernas me llevaron, los dioses me ayudaron”(Verdadero corifeo, si se tiene en cuenta el contexto de la escena).

Con éste primer largometraje, Boris Khlebnikov y Alexei Popogrebsky logran entrar en el mundo del séptimo arte por la puerta grande. A través de los 105 minutos que dura la historia, demuestran haber alcanzado un gran dominio del lenguaje cinematográfico así como una importante capacidad para contar historias, cargadas de psicologismo y emotividad. Algo totalmente natural si tenemos en cuenta que provienen de Rusia, la cuna de oro del arte dramático.

KOKTEBEL. (Rusia, 2003. Presentada por Servicio de Cinematografía del RF Ministerio de Cultura y Roman Borisevich.). Dirección: Boris Khlebnikov y Alexei Popogrebsky. Elenco: Igor Chernievich, Gleb Puskepalis, Evgenii Sytyi y Agripina Steklova. 

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