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02 Jan
02Jan

Junto a Los Bandidos del tiempo (1981) y Las Aventuras del Barón Munchausen (1989), Brazil forma parte de la trilogía creada por Terry Gilliam en los años ochenta, aquella por la que se hizo conocido a nivel mundial y a partir de la cual se lo comenzó a considerar un realizador memorable, capaz de llevar al cine historias humanas que se desarrollan en espacios de ciencia ficción.

Mientras que en la primera, Gilliam le da a un jovencito la posibilidad de viajar a través de diferentes épocas y en la tercera reflota un barón del siglo XVIII, enfrentándolo en una lucha cuerpo a cuerpo nada menos que con su propia muerte, en Brazil, se aparta de la temática del tiempo y se juega por una historia de amor, en la que más allá de contar un romance, el resultado final termina siendo una dura crítica a la automatización a la que las sociedades capitalistas intentan someter al ser humano, valiéndose de la tecnología y el uso excesivo y poco adecuado de la información.

El film, que abunda en recursos visuales (tantos que hasta por momentos parece que se está viendo una pieza hecha íntegramente con tecnología multimedia) relata la historia de Sam Lowry, un gris funcionario de uno de los tantos sistemas capitalistas que pueblan occidente, quien sufre de la sobreprotección a la que lo acostumbró el estado benefactor para el cual trabaja. Además, para colmo de males, padece el excesivo protectorado que le infringe su madre, una anciana millonaria que gasta su vida y su dinero en realizarse cirugías estéticas con el único propósito de ganarle la batalla al tiempo y estar cada vez más joven (tanto que en un momento logra superar a su propio hijo, a quien la ausencia de buenos momentos vividos se le nota demasiado en su mustio rostro).

Así es como un día, creyendo que el estado de anestesia al que estaba acostumbrado sería una constante en su vida, su interior reprimido y la necesidad de llevar a cabo una vida más humanizada y menos esquemática, le juegan una mala pasada, al mostrarle en sueños a la mujer que se condice con el ideal que él imagina para sí. De esa forma, a través de escapes puramente oníricos, Sam comienza a tener sus primeros contactos con un mundo más emocional y menos racional, pudiendo encontrar en ellos, un espacio donde evadirse de la cruel realidad que le toca vivir a diario.

Pero la historia cambia sustancialmente, el dia que el propio Sam se encuentre llevando a cabo un procedimiento para erradicar una posible célula terrorista (integrada por una especie de subversivos del futuro) y se cruce en la vida real con la misma joven que una vez creó en su imaginación. A partir de allí, el triste personaje comenzará a perseguirla por la ciudad intentando confesarle que ella es la mujer de sus sueños y en el medio de los enredos, descubrirá la verdadera identidad de la joven: ella es una de las terroristas más buscadas por el servicio de seguridad del Estado (justamente el sector en el cual él desempeña sus funciones).

Con la historia de amor planteada (la que comienza con la desconfianza de ella y el excesivo enamoramiento de él) ambos personajes protagonizarán dentro de la película, una especie de minifilm de acción en el que no faltarán persecuciones, balaceras y situaciones desencontradas, hasta llegar a materializar el tan esperado romance (el cual tarda en llegar, pero finalmente llega) y que al mejor estilo de Romeo y Julieta se verá empañado por los cargos de traición a la patria que le hará el estado al pobre Sam, por haberse enamorado de una terrorista con tendencias anárquicas, debiendo pagar por el aparente delito cometido.

En este film, Gilliam toca algunas temáticas que parecen de avanzada, sobre todo si tenemos en cuenta que fue pensado hace veintiún años, y que en algunos aspectos, la realidad actual no dista demasiado de aquella visión de mundo que tuvo en 1985. 

Hoy, de la misma forma en que lo plantea Brazil, las sociedades actuales han hecho un exagerado culto a la belleza (a diario, miles de mujeres entran en un quirófano para frenar los efectos del tiempo), millones de individuos tienen totalmente automatizadas sus vidas (basta ver los canales de televisión en los que se venden toda clase de productos con solo una llamada telefónica) y por otro lado, casi las tres cuartas partes de la población tiene libre acceso a una cantidad descomunal de información, la que muchas veces no llega a digerir por no tener el discernimiento adecuado para discriminar entre cuál es de nivel y cuál no.

Respecto a lo técnico, mas allá de resaltar las bondades del guión (por lo novedoso que es y por la prolijidad con la que desarrolla la historia) y algunas actuaciones como las de Jonathan Pryce y Robert De Niro (las cuales por sí solas merecen la pena verla) uno de los elementos más destacables es la música, basada en la versión que hizo Michael Kamen de Aquarela do Brasil (aquella canción de Ary Barroso, utilizada hasta el hartazgo en miles de películas sobre el país carioca o como himno emblemático del carnaval de Río) y que ilustra los pocos momentos de felicidad que le toca vivir al pobre Sam.

Es por eso que ella, en sí misma, encierra la interpretación de la historia: el Brasil de la canción significa un país de alegría y libertad, exactamente todo lo contrario del que le toca mostrar en su película. Y será ese juego de opuestos el que le permita a Gilliam llevar a cabo uno de los films más particulares de los ochenta, logrando amalgamar una perfecta combinación entre comedia y ciencia ficción, sin morir en el intento.

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